TALLER D'ESCRIPTURA CREATIVA

Aquest és el bloc del taller d'escriptura independent i autogestionat dels estudiants de la Universitat Pompeu Fabra; aquí hi aniran a parar tots els textos (i altres coses!) que creem en aquest taller, així com els de la gent que hi vulgui participar però no pugui venir físicament. Recordeu, els dimecres de set a nou de la tarda a l'aula 40.041!

dissabte, 17 de gener del 2009

Intento de cuento érotico, quizá algo frustrado.

Yo estaba en el asiento continuo, Renzo conducía a más de 140, siempre que tomaba le daba por ahí, como si la velocidad fuera su única válvula de escape. Y yo lo acompañaba, me acomodaba pasivamente, apenas con algún quejido por lo bajo, a esa postura de madre condescendiente, de madre protectora que le acaricia el hoyito de la nuca con la yema de los dedos; porque en esos momentos si Renzo no tenía una mujer al lado no podía seguir, se ponía violento, lagrimeaba, como si la mujer fuera el ingrediente esencial para no perder la compostura, para no irse tanto para el otro lado. Siempre me había dado miedo dejarlo solo cuando estaba así.
Pero no se trataba de hablar con él, de mantenerlo ocupado; en momentos así nunca hablábamos, nos limitábamos a fumar y mirar la calle que nos iba abandonando. Él siempre con ese gesto de angustia, con la mirada enferma y fija en el vacío. Creo que ni siquiera miraba la calle, conducía por instinto, conocía tan bien la ciudad como a la poesía de Dante. Por esas épocas yo era una inconsciente, apenas me daba cuenta de la policía que escoltaba las calles, del posible choque que hubiéramos podido tener, se trataba como de una especie de devoción ciega por Renzo, en realidad no era sólo devoción, era el deseo de acompañarlo, de curarlo de toda esa mierda. Por eso el resto me parecía tan secundario, tan poco elemental.
Íbamos en el coche y yo me quedaba callada, buscaba no impacientarme, si él te sentía el miedo todo se iba al carajo, miedo por su situación, por su mirada enferma quiero decir, porque a mi poco me importaba lo que marcara el velocímetro en esos días. Si él me sentía el miedo todo se iba a la mierda decía, porque se lo transmitía, o lo recreaba, lo alimentaba. Y Renzo funcionaba como cualquier pendejo, se volcaba en la mujer que tuviera al costado, buscando volver al vientre si fuera posible, acurrucarse otra vez ahí, a salvo de todo lo demás, maldiciendo por lo bajo por saberse conocedor del fraude.
Lo que venía después oscilaba entre lo bello y lo amargo, en aquellos momentos pensaba que la Belleza tenía que revelar ineludiblemente esa dualidad, que de eso se trataba. Cuando Renzo se calmaba cambiábamos de disco, previo a ese momento escuchábamos a Deep Purple o a Metallica quizá, después él me decía mediante el gesto suave de apoyarme la mano en la entrepierna que ya estaba mejor. Entonces yo buscaba en la guantera hasta encontrar algo de Dylan o de Billie Holiday, él iba pasivamente reduciendo la velocidad y cada tanto me miraba con esos ojos en estado de tregua, como viviendo un entreacto. A mi me gustaba mirarlo, me detenía en la camiseta blanca que se arrugaba por el viento, en el cuello tan bien constituido, tan bien modelado, en el perfil aguileño que se recortaba en la ventana. Lo miraba con una devoción absoluta, con una entrega total, con una docilidad casi patética y él lo sabía. Lo sabía y era ese engranaje de mi veneración fanática y su pausada adaptación al papel de hombre deseado, deseado y como tal invitado a la quimera, lo que conformaba nuestro ritual.

Él se iba dejando llevar pasivamente, se dejaba conducir sin conflictos, porque a esa altura de la noche Renzo se encontraba ya muy cansado, ese tipo de batallas le dejaban el cuerpo flojo, sumido todo él en un estado narcótico que después se iba mezclando con el juego, con el juego triste, porque todo estaba marcado por ese carácter transversal, agudo.
Renzo buscaba el rincón de la ciudad que nos pudiera servir como escenario, detenía el coche cerca de cualquier parque de las afueras, quizá subíamos hasta la montaña y veíamos cómo la ciudad quedaba allá abajo caída. Pero no nos valía cualquier espacio, tenía que haber algo de urbano, algo que nos indique proximidad, teníamos que sentir que los cines y los libros todavía estaban cerca, sino se trataba de otro tipo de ritual. Entonces él sacaba la llave y -nunca me miraba- apoyaba tristemente la perilla sobre el volante, mirando allá donde llegase con los ojos. Yo sentía algo que variaba entre la amargura muy honda y el ansía de quitarle todo aquello, de llevarlo a mi reino si pudiera contar con uno, y que fuera sólo para él, o para aquellos con quienes necesitara compartirlo, pero un reino que estuviera libre de todo este peso que nos daba la ciudad, porque en el fondo todo venía de allá, todo se debía a los libros y al cine, todo se reducía a Baudelaire y a Shakespeare, y a todos los que habían ayudado a construir esta civilización contigua, artificial, toda esta explicación racional de algo que no la tiene.
Yo me acercaba despacio, de forma casi imperceptible; él se envolvía las rodillas con los brazos, como buscando creer que todo eso en realidad no existía, que era ficticio, pero poco a poco iba cediendo, iba desarticulando los brazos, entregándose. Yo le dejaba un beso húmedo en la nuca, y él parecía ir recomponiéndose pero nunca era una restauración total, siempre algo de rocío en los ojos, siempre algo de anarquía en la mirada y en la sombra deshecha, vencida.
Entonces yo le deslizaba la mano por el cuello, entrando en la camiseta blanca, buscando, siempre ingenua, descubrir qué es lo que había debajo, indagando, y transformándome entonces, convirtiéndome en el súbdito cautivo del tacto, perdiéndolo todo, abandonándolo todo para entregarme al ritual final. Y él también se rendía, y éramos dos súbditos de no sé qué fuerza externa.
Después él me ofrecía su boca con una queja de dolor, y atrás, allá, muy a lo lejos, Billie Holliday que todavía sonaba con esa voz rota, cantando sólo para nosotros, o sólo para ella, que era lo mismo. Renzo se incorporaba, abandonaba el papel de actor secundario, se engrandecía ahora, se hacía inmenso, me tomaba por el cuello y, muy despacio, me tiraba hacia atrás en el asiento quedando él encima mío ya sin la camiseta blanca, y en esos momentos le gustaba enredarme el pelo, simular que se trataba de una selva por dónde su mano entraba asustada y volvía a salir al encuentro de mi boca. Y entre todo nos tornábamos orquesta, porque éramos un solo latir en un compás perfecto, un solo respirar, jadeante, en la espera ávida de la consumación del ritual. Y así, entre besos húmedos y selvas, entre dos y las, y Billie Holliday gritando detrás nuestro, entre camisetas blancas perdidas en alguna parte del coche y la ciudad derritiéndose allá abajo, así entrábamos en el edén, pero sólo por unos minutos y siempre manchados por la ciudad, siempre con la certeza de que seríamos expulsados. Después llorábamos, no podíamos evitarlo y llorábamos mejilla con mejilla y entre besos tristes, y Billie Holiday también lloraba con nosotros, y todo era la expresión ineludible de esa dualidad.